Pensemos con autonomía
Los recuerdos que conservamos de nuestra infancia están configurados por las palabras con las que nuestros padres nombraron los acontecimientos. Incluso aquello que manifestábamos, habitualmente era “interpretado” por los adultos y “eso” era lo que considerábamos la “verdad”. De hecho, hoy en día nos recordamos a nosotros mismos con los adjetivos con los que nos definían mamá o papá, por ejemplo: “yo era muy llorón” (en lugar de comprender la soledad y el aislamiento en el que vivíamos), “yo era buenísima” (en lugar de describir la obligación de satisfacer a una madre infantil), “yo era pésima en la escuela” (en lugar de reconocer que nadie registraba nuestras dificultades). Así es como se organizó el discurso del “yo engañado”, junto al personaje que nos han adosado desde nuestro nacimiento y que hemos adoptado como un disfraz que luego se convirtió en parte de nuestra piel. Acostumbrados a nombrar las cosas según el cristal a través del cual mira el individuo en quien proyectamos el saber, continuamos la vida adulta bajo el mismo sistema: el de creer que la realidad “es” según la interpretación de otro. Asimismo, despreciamos nuestras percepciones, intuiciones y saberes originales basados en sensaciones personales, creyendo todo lo que el otro -sea quien sea ese “otro”- afirme con énfasis. Luego, somos muchos los individuos que seguimos “corrientes de pensamiento” basados en opiniones ajenas muy discutibles. Que la gripe A es peligrosa, que se cura con Tamiflú, que hay que lavarse las manos para no contagiarse… por nombrar sólo algunas opiniones tomadas como “verdades” en Argentina, y que desde mi punto de vista (mío, es decir, ¡nadie tiene por qué creerme! si no les “suena” en el corazón) son totalmente falsas. Claro que para pensar con autonomía, hay que estar dispuestos a pagar el precio de la “no pertenencia”. Al fin de cuentas, si aún estamos emocionalmente inmaduros, elegiremos creer lo que sea, con tal de “ser parte” del grupo. Pero si en lugar de creer cualquier cosa ciegamente, maduramos, reconocemos que el miedo es infantil y sabemos que la verdad reside en nuestro interior, entonces asumiremos un pensamiento autónomo y libre.
Los recuerdos que conservamos de nuestra infancia están configurados por las palabras con las que nuestros padres nombraron los acontecimientos. Incluso aquello que manifestábamos, habitualmente era “interpretado” por los adultos y “eso” era lo que considerábamos la “verdad”. De hecho, hoy en día nos recordamos a nosotros mismos con los adjetivos con los que nos definían mamá o papá, por ejemplo: “yo era muy llorón” (en lugar de comprender la soledad y el aislamiento en el que vivíamos), “yo era buenísima” (en lugar de describir la obligación de satisfacer a una madre infantil), “yo era pésima en la escuela” (en lugar de reconocer que nadie registraba nuestras dificultades). Así es como se organizó el discurso del “yo engañado”, junto al personaje que nos han adosado desde nuestro nacimiento y que hemos adoptado como un disfraz que luego se convirtió en parte de nuestra piel. Acostumbrados a nombrar las cosas según el cristal a través del cual mira el individuo en quien proyectamos el saber, continuamos la vida adulta bajo el mismo sistema: el de creer que la realidad “es” según la interpretación de otro. Asimismo, despreciamos nuestras percepciones, intuiciones y saberes originales basados en sensaciones personales, creyendo todo lo que el otro -sea quien sea ese “otro”- afirme con énfasis. Luego, somos muchos los individuos que seguimos “corrientes de pensamiento” basados en opiniones ajenas muy discutibles. Que la gripe A es peligrosa, que se cura con Tamiflú, que hay que lavarse las manos para no contagiarse… por nombrar sólo algunas opiniones tomadas como “verdades” en Argentina, y que desde mi punto de vista (mío, es decir, ¡nadie tiene por qué creerme! si no les “suena” en el corazón) son totalmente falsas. Claro que para pensar con autonomía, hay que estar dispuestos a pagar el precio de la “no pertenencia”. Al fin de cuentas, si aún estamos emocionalmente inmaduros, elegiremos creer lo que sea, con tal de “ser parte” del grupo. Pero si en lugar de creer cualquier cosa ciegamente, maduramos, reconocemos que el miedo es infantil y sabemos que la verdad reside en nuestro interior, entonces asumiremos un pensamiento autónomo y libre.
1 comentario:
gracias!! me lo copio!!!!
Publicar un comentario