Cuando quedamos embarazadas y empezamos a averiguar de qué se trata todo esto, nos encontraremos fácilmente con las propuestas convencionales: visitar al médico, someterse a las rutinas de controles y análisis clínicos, las famosas ecografías cada vez más banales que nos acercan la mirada a la vida intrauterina de nuestro bebe como si fuera una película, y la preparación para un parto en un establecimiento médico. Hasta ahí….casi nadie se altera. Todo parece normal. Sin embargo es una autopista con peaje, garantizándonos el encastre en la lógica del sometimiento.
¿A nadie le llama la atención que una mujer que ha hecho el amor con un hombre y que chorrea sexo, amor, fluidos y sudor, tenga que someterse a la asepsia de un consultorio medico que nada tiene que ver con “eso” que está gestando? ¿Acaso no es un desastre ecológico que las mujeres entreguemos nuestros cuerpos, nuestros tiempos de gestación, nuestros partos y nuestro amor a personas que tienen muchísimo miedo de las pulsiones vitales y de quienes no sabemos absolutamente nada, ni ellos saben de nosotras? ¿No es espantoso? ¿No es evidente que –alejadas de nuestro ritmo femenino intrínseco- nos viene fenomenal subirnos a cualquier pensamiento externo y creer cualquier cosa con tal de no contactar con nuestro ser verdadero?
Una embarazada saludable no debería estar en un consultorio médico esperando su turno durante horas para preguntarle a un desconocido cómo está una misma. No tendría que estar sometida a miedos equivocados. No tendría que llegar ignorante de sí misma a su propio parto. No tendría que salir de su casa para ir a ningún lugar a parir. No tendría que estar obligada a sacarse la ropa, o a no comer, ni a ser pinchada, ni tendría por qué recibir occitocina sintética, ni que otros determinen cuándo el bebe debería nacer, ni cuánto tiempo debería durar su parto. Tampoco nadie tendría que “presenciar” el parto. ¿Qué es eso de “presenciar”? ¿Acaso alguien “presencia” la escena cuando hacemos el amor? Si no estuviéramos congeladas, no aceptaríamos tactos vaginales realizados por personas que no conocemos y a quienes no les hemos dado permiso, ni ofreceríamos alegremente nuestros brazos para ser pinchados sin preguntar siquiera qué es lo que nos están inyectando. Por supuesto, tampoco consideraríamos que la cesárea es una práctica fantástica ni anhelaríamos que alguien nos corte con un bisturí para irnos rápido a casa. Todo esto es posible porque transitamos por autopistas convencionales y porque además, suponemos que no existen alternativas.
Que masivamente las mujeres atravesemos nuestros partos desconectadas de nuestras emociones y congeladas -incluso literalmente anestesiadas- es el inicio de la desconexión con el niño que va a nacer. Porque si no ponemos nuestra humanidad femenina en juego, el recién nacido percibirá el nido vacío. De ese modo continuará girando la rueda de la desesperación y la ira, y más tarde la necesidad de dominar. Lo que más me llama la atención es que a muy pocas personas les llame la atención. Sólo cuando participemos en las escenas del inicio de la vida con la fuerza arrasadora de nuestras pulsiones vitales, las cosas van a empezar a cambiar.
¿A nadie le llama la atención que una mujer que ha hecho el amor con un hombre y que chorrea sexo, amor, fluidos y sudor, tenga que someterse a la asepsia de un consultorio medico que nada tiene que ver con “eso” que está gestando? ¿Acaso no es un desastre ecológico que las mujeres entreguemos nuestros cuerpos, nuestros tiempos de gestación, nuestros partos y nuestro amor a personas que tienen muchísimo miedo de las pulsiones vitales y de quienes no sabemos absolutamente nada, ni ellos saben de nosotras? ¿No es espantoso? ¿No es evidente que –alejadas de nuestro ritmo femenino intrínseco- nos viene fenomenal subirnos a cualquier pensamiento externo y creer cualquier cosa con tal de no contactar con nuestro ser verdadero?
Una embarazada saludable no debería estar en un consultorio médico esperando su turno durante horas para preguntarle a un desconocido cómo está una misma. No tendría que estar sometida a miedos equivocados. No tendría que llegar ignorante de sí misma a su propio parto. No tendría que salir de su casa para ir a ningún lugar a parir. No tendría que estar obligada a sacarse la ropa, o a no comer, ni a ser pinchada, ni tendría por qué recibir occitocina sintética, ni que otros determinen cuándo el bebe debería nacer, ni cuánto tiempo debería durar su parto. Tampoco nadie tendría que “presenciar” el parto. ¿Qué es eso de “presenciar”? ¿Acaso alguien “presencia” la escena cuando hacemos el amor? Si no estuviéramos congeladas, no aceptaríamos tactos vaginales realizados por personas que no conocemos y a quienes no les hemos dado permiso, ni ofreceríamos alegremente nuestros brazos para ser pinchados sin preguntar siquiera qué es lo que nos están inyectando. Por supuesto, tampoco consideraríamos que la cesárea es una práctica fantástica ni anhelaríamos que alguien nos corte con un bisturí para irnos rápido a casa. Todo esto es posible porque transitamos por autopistas convencionales y porque además, suponemos que no existen alternativas.
Que masivamente las mujeres atravesemos nuestros partos desconectadas de nuestras emociones y congeladas -incluso literalmente anestesiadas- es el inicio de la desconexión con el niño que va a nacer. Porque si no ponemos nuestra humanidad femenina en juego, el recién nacido percibirá el nido vacío. De ese modo continuará girando la rueda de la desesperación y la ira, y más tarde la necesidad de dominar. Lo que más me llama la atención es que a muy pocas personas les llame la atención. Sólo cuando participemos en las escenas del inicio de la vida con la fuerza arrasadora de nuestras pulsiones vitales, las cosas van a empezar a cambiar.
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