¿Llegar a casa cada noche es un desafío? ¿Se convierte en rutina el hecho de enfadarnos una y otra vez con nuestros hijos? ¿Nos invaden las mismas broncas y no encontramos salida? ¿Cómo organizar una dinámica más alentadora? Cuando nos imponemos retos inalcanzables y no logramos colmar nuestras expectativas… sin darnos cuenta, desviamos esas esperanzas hacia los demás, convirtiendo en exigencias desmesuradas lo que posiblemente nosotros mismos no somos capaces de asumir.
Todos esperamos que nuestros hijos respondan a nuestros deseos: Que sean responsables, que estudien, que sean bondadosos, que respondan con amabilidad, que ayuden en casa, que sean solidarios, que sean pulcros, en fin, que sean perfectos. Pero esas expectativas son tan improbables como ridículas, no porque los niños o adolescentes no puedan ser poseedores de estas cualidades, sino porque posiblemente ellos no comparten la importancia que nosotros le otorgamos a cada una de estas supuestas virtudes. Y además porque en muchos casos, nosotros tampoco alcanzamos esos niveles de excelencia, puntualidad o rectitud.
Desviar expectativas personales, generalmente de modo no consciente, significa que esperamos que los demás hagan, comprendan, respondan y accionen según nuestras necesidades. Si nuestra vida es caótica, es posible que nos obsesionemos con el orden en casa, pretendiendo que nuestros hijos nos satisfagan y sobre todo que sientan lo mismo que nosotros: la necesidad de tener todo bajo control. Ese es el inicio del conflicto: ellos “no sienten” la urgencia por tener sus objetos personales en orden, en cambio nosotros “sentimos” que si reina el caos en nuestra casa, ya no podremos superar el desconcierto interno. Claro que todo esto sería más tolerable si comprendiéramos que se trata de necesidades diferentes, no de falta de respeto de los niños o adolecentes hacia nosotros.
¿Qué podemos hacer para disminuir los enfados innecesarios y para ayudar a crear un clima de convivencia más amable?
En primer lugar, otorguémonos un minuto de silencio. No para convertirlo en un acto sagrado, sino apenas para obtener unos instantes personales y poner nuestros pensamientos en orden. Es impresionante lo que podemos lograr con un solo minuto de silencio: No nos abalanzaremos furiosos sobre lo que el niño o el adolescente han hecho mal. No gritaremos. No liberaremos furias personales. Es decir, observaremos que habrá sido un muy buen primer paso el hecho de calmar nuestra descarga emocional, que es nuestra y que no tiene que ver con lo que los demás hicieron o no.
En segundo lugar, después de habernos tranquilizado y haber entrado en sintonía con nosotros mismos, observémonos y veamos qué vemos. Si estamos molestos, cansados, agobiados, nerviosos o malhumorados. Entonces reconozcamos que eso es lo que nos pasa.
Que nuestra tolerancia está al límite y que quisiéramos ir a dormir y no tener que ocuparnos de nadie.
En tercer lugar, nombremos eso que nos pasa. Podemos explicar con palabras sencillas a los niños o jóvenes que estamos muy cansados, o que tuvimos tal o cual problema, o que tenemos que resolver algunas cuestiones de trabajo o temas familiares pendientes o lo que sea que nos tiene preocupados. Eso nos otorga a todos un panorama sobre cómo están las cosas. Posiblemente el hecho de relatar cómo estamos habilite que otros puedan también contar lo que les pasa. Tal vez uno de los niños tenga una excelente noticia de la escuela, o por el contrario arrastre alguna dificultad difícil de asumir. En ese contexto, donde decimos lo que sucede…todos nos volvemos solidarios. Si la casa está desordenada y nosotros necesitamos cierto orden para sentirnos un poco mejor, podemos hacer ese pedido que seguramente será escuchado porque estamos hablando desde el corazón. Y sobre todo porque los niños también se sienten escuchados, aunque quizás no podamos responder en ese preciso instante a sus requerimientos.
En cuarto lugar, recordemos que quizás hoy no, pero mañana o pasado mañana, o alguna vez, nos corresponderá llegar a casa de buen humor y disponibles para observar a nuestros hijos y reconocer todo lo que ellos sí hicieron a favor de nuestros pedidos. Recordar todas las veces que sí estudiaron, que sí ordenaron, que sí se bañaron sin que les digamos una y otra vez que debían hacerlo. A todos nos gusta ser reconocidos. Está claro que nuestros hijos van a sentirse más reconfortados cuando las palabras de sus padres sean alentadoras y llenas de orgullo.
En quinto lugar, aceptemos aquello que nuestros hijos no toleran en nosotros. Una y otra vez se quejarán de que no los escuchamos, que somos prehistóricos o incluso autoritarios, que no los comprendemos, que no los defendemos, y que el mundo ahora funciona de otra manera. Es evidente que hay aspectos donde nosotros les fallamos a nuestros hijos.
Por último, tengamos en cuenta que si seguimos jugando el juego de “quién tiene razón” (los grandes tenemos razón y por otro lado los niños tenemos razón), constataremos que tener razón no nos sirve para nada. Porque no logramos convivir en armonía. No estamos bien. Dejemos de esperar de nuestros hijos aquello que nosotros mismos no podemos instaurar en nuestra vida cotidiana.
Laura Gutman
1 comentario:
Uuuuuf, simplemente genial!
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